martes, 14 de abril de 2020

Comprender las derrotas obreras.



Aquí Simone Weil, la filósofa francesa, hace su aporte a la comprensión de las continúas derrotas del movimiento obrero, que no siempre se pueden analizar con el clásico concepto de lucha de clases.
Desarraigo obrero
Una condición social entera y perpetuamente subordinada al dinero es la del asalariado, sobre todo a partir del momento en que el salario a destajo obliga a cada obrero a fijar en todo momento su atención en la cuenta de lo que gana. Bernanos ha escrito que al menos nuestros obreros no son inmigrados como los de Ford. La principal dificultad social de nuestra época procede del hecho de que en cierto sentido sí lo son. Aunque no se hayan movido geográficamente, se les ha desarraigado moralmente, se les ha exiliado y admitido de nuevo, como por tolerancia, a título de carne de trabajo. El paro es, de seguro, un desarraigo a la segunda potencia. Pues los desempleados no se sienten en casa en las fábricas ni en sus viviendas, ni tampoco en los partidos y sindicatos que se dicen hechos para ellos, ni en los lugares de placer, ni en la cultura intelectual cuando se proponen asimilarla […]
Las mezcla de ideas confusas y más o menos falsas conocida bajo el nombre de marxismo, mezcla en la que desde Marx no han participado prácticamente más que intelectuales burgueses mediocres, constituye asimismo para los obreros un aporte completamente extraño, inasimilable, y, por otro lado, despojado de valor nutritivo, pues se le ha vaciado de casi toda la verdad contenida en los escritos de Marx. A veces se le añada una vulgarización científica de calidad aun inferior. La suma de todo ello solo lleva al desarraigo de los obreros a su culminación.
El desarraigo constituye con mucho la enfermedad más peligrosa de las sociedades humanas, pues se multiplica por sí misma. Los seres desarraigados tienen solo dos comportamientos posibles: o caen en una inercia del alma equivalente a la muerte, como la mayoría de los esclavos en tiempos del Imperio romano, o se lanzan a una actividad tendente siempre a desarraigar, a menudo por los métodos más violentos, a quienes aún no lo están o solo lo están en parte.
Los romanos eran un puñado de fugitivos aglomerados artificialmente en una ciudad; hasta tal punto privaron a los pueblos mediterráneos de su vida propia, de su patria, de sus tradiciones y de su pasado que la posteridad los ha tomado, según sus propios testimonios, por los fundadores de la civilización de esos territorios. Los hebreos eran esclavos evadidos que exterminaron o redujeron a servidumbre a todos los pueblos de Palestina. Los alemanes, en el momento en que Hitler se adueñó de ellos, no eran más, como repetía Hitler sin cesar, que una nación de proletarios, esto es, de desarraigados; la humillación de 1918, la inflación, la industrialización a ultranza y sobre todo la extrema gravedad de la crisis de desempleo habían llevado en ellos la enfermedad moral al grado de agudeza que entraña la más absoluta irresponsabilidad. Los españoles e ingleses que a partir del siglo XVI masacraron o sojuzgaron a los pueblos de color eran aventureros sin apenas contacto con la vida profunda de su país. Lo mismo ocurre con una parte del imperio francés, constituido por otra parte en un periodo en que la vitalidad de la tradición francesa estaba debilitada. Quien está desarraigado desarraiga. Quien está arraigado no desarraiga.
Bajo el nombre único de revolución, y a menudo bajo consignas y temas de propaganda idénticos, se ocultan dos concepciones absolutamente opuestas. Una consiste en transformar la sociedad para que los obreros puedan echar raíces; la otra, en extender toda sociedad la enfermedad del desarraigo infligida a los obreros. Ni que decir tiene que la segunda operación jamás puede ser un preludio de la primera. Son direcciones opuestas, sin convergencia posible […]
Es fácil comprender que un día u otro el mal puede llegar a ser irreparable.

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