jueves, 2 de abril de 2020

Una sopa sin cuchara




Recuerdo que tenía unos ochos años, más o menos, cuando visité la casa de mis abuelos maternos. Ellos vivían en Paraguay; yo, en Argentina. Aquel viaje tuvo, como todos aquellos en el que uno sale de su “hábitat”, una estela que duró hasta el día de hoy y que es imposible borrar.
Parte de esa estela la compone una comida típica de aquel país mediterráneo y que forma parte de mi repertorio comestible. La sopa paraguaya había anclado en mi vida por una cuestión de herencia cultural, pero también por sus “encantos” a los que justamente me quiero referir con este relato.
En aquella infancia, el mundo todavía presentaba grandes e ineludibles incertidumbres (hoy todavía las sigo teniendo, pero he alcanzado alguna que otra certeza) y la vida en un pueblito recóndito como el de Curupayty, a más de tres horas de la capital por camino de tierra, me parecía un mundo durísimo, pero mágico a pesar de sus precariedades. El calor agobiante, el sudor apabullante, el idioma inentendible a pesar de tener padres paraguayos, no eran motivos suficientes para sentirme como protagonista de una aventura sin igual. Recuerdo con exactitud aquella atmósfera gracias a ciertos hechos y olores que disparan contra mi nostalgia. Cómo olvidar mi primer “conflicto cognitivo” (inevitable separarme de mis conocimientos contemporáneos) con el que tuve que lidiar por varios días hasta que me animé a sacarlo a la luz de los mayores. Mi tía, que vivía junto con otras en terrenos aledaños a la casa de mis abuelos, me había hecho probar una sopa al día de mi llegada. En ese momento, había supuesto que el idioma había sido el problema, ya que mis parientes hablaban un español a medias, yopará le decían ellos, y que allí radicaba mi incomprensión de por qué ante una sopa no me colocaban una cuchara para tomarla. Tenía frente a mí una sopa que no era sopa, por lo menos en el mundo en el que había conocido a las sopas, que, a decir verdad, yo era todo un experto en degustarlas para esos años. En ese primer contacto con la sopa paraguaya no dije ni una palabra sobre mi confusión; sólo me concentré en comerla, sí, en comerla, porque la sopa era una especie de budín salado con queso que pareciera que estallaba en su superficie. Apenas sentí el gusto y el olor que despedía en cada mordisco, mi paladar no dejó de exigirme la repetición hasta que el estómago no cediera más. Bordeando la indigestión feliz, no me sobró espacio para el plato principal, que, por cierto, ni tengo idea cuál habrá sido. Muchos de los almuerzos y cenas en mi estadía en Curupayty fueron acompañadas de sopa paraguaya, como la tradición manda y enseña a sus herederos, pero no pude resistirme a los encantos de aquella preparación de los ancestros guaraníes o de la cocinera de Don Carlos Antonio López, presidente del Paraguay en los albores de aquel país, que son los supuestos orígenes de este plato.
Ya de regreso, con más de treinta años de devenires gastronómicos, llevo conmigo aquella herencia cultural, pero modificada. Consciente de que podría estar siendo uno de los primeros eslabones en un proceso pequeñito de interculturalidad, en mi mesa no sirvo sopa paraguaya como plato secundario, sino como el principal motivo de la reunión a la mesa y me sobren las razones para desviar aquella tradición. En primer lugar, porque su preparación me traslada a aquellos idílicos momentos de la niñez a los que uno no puede renunciar jamás; en segundo lugar, porque aprendí desde temprana edad que la palabra solo tiene un valor instrumental y que la sopa puede ser cualquier cosa que uno quiera; y, por último, porque todo aquel que pruebe la sopa paraguaya bien hecha no tiene chances de esquivar la gula sopera.

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