jueves, 2 de abril de 2020

La profesión docente




A veces pienso -en realidad muchas veces- que la docencia es cada vez una profesión al borde de la extinción. Tengo razones suficientes para hacerlo; A pesar de que muchos me tildan de tremendista o hasta pesimista, considero tajantemente que no lo soy. Creo que el docente que propone hoy el estado burgués no es más que un cuidador y legitimador de las instituciones vigentes, y por más discurso pirotécnico que el docente tenga en el aula, por más conocimiento pedagógico progresista que circule en sus venas, su trabajo nada contra la corriente, solitario, aguardando quizás, llegar a alguna isla que le permita enseñar en condiciones dignas y salvar su conciencia y quizás su vida (los docentes se mueren el aula literalmente). El obrero se va muriendo en las infinitas repeticiones de su labor diario, monótono, impago, totalmente alienado en su búsqueda de rendir al patrón y mantener su puesto de trabajo; el docente es liquidado sistemáticamente desde los medios, las nuevas tecnologías, desde la opinión pública, desde su formación, en fin, desde el estado gendarme, fracturándolo. Una parte de él sigue creyendo que está "salvando" a una parte del mundo con su "iluminación", pero la otra sabe a ciencia cierta que su intervención es anulada por la gran maquinaria moderna del estado capitalista. Ahí radica su mal. En no reconocer su condición falsa. El obrero sabe perfectamente que no está salvando a nadie que no sea a su patrón, y al producir las mercancías quizás sabe -el menos alienado- que está destruyéndolo al colaborar con la construcción artificial de necesidades de consumo; no es así con el docente, quien se posiciona en otro lugar, más dañino. Cree estar en una posición más progresista -hay los que realmente creen que sus clases están salvando a los pibes- y que, por lo tanto, no tiene nada que ver en el mal del mundo; se siente como despegado de responsabilidades de la descomposición reinante. Se equivoca. Es parte del problema, como lo son todos. Hace muchos años, sentía que mi labor –no siendo seguramente la mejor de todas ni mi interesa competir ni que me la midan- era una teatralización de una realidad ficcionalizada, en la que le seguíamos ayudando al capitalismo a hacer creer a los niños y jóvenes que desde las aulas algún día, sí, algún día lograremos revertir tal estado de injusticia social imperante. Cada día estoy más convencido de aquella intuición. Jugamos a creer que enseñamos, actuamos como si realmente educáramos, como si realmente los alumnos fueran a repensar este modo de vida inhumano en el que nos sumergimos cada minuto. Seguramente algún exalumno mío intente refutarme o algún colega pruebe rescatarme de la triste realidad para dibujarme una esperanza de que en las aulas el docente cumple algún que otro papel importante. Pero será inútil. El docente está agonizando, está dando sus últimos pataleos, y su función social está controlada de punta a punta. El alumno que logre aprender significativamente, que logre educarse para el bien, significa que ha logrado entender que la sociedad no da más, que la corrupción, la contaminación, el crimen, la explotación, la discriminación y la injusticia la provoca el mismo estado que pretende enseñarle, el mismo que de alguna u otra forma maniata a sus docentes. El pibe no llegará a esa conciencia por el “heroísmo” de algunos docentes, sino por infinitas variables que influyen en su quehacer cotidiano; peor aún, aunque el docente, en el mejor de los casos, se ingenie de prender la “chispa” en el pibe, a este le queda un abismo en frente, luchar contra todo un sistema de forma individual, porque en la escuela no enseñamos a tomar el poder y a organizarnos para destruir este estado de patrones. Si tiene suerte, ese pibe que realmente se está formando para el bien, encontrará un lugar en la militancia para poner en práctica sus conocimientos a favor de un cambio, pero se encontrará de nuevo, como si ya no tuviera suficiente, con otro gran problema: el sectarismo descarnado de aquellos que se pretenden vanguardia para el cambio. Y de nuevo a pelear dentro del sistema, contra otro sistema, el de los partidos revolucionarios que no dan pie con bola en ganar posiciones hacia una revolución mundial.
Pero bueno, a pesar de estas tristes caracterizaciones, no bajo los brazos, pero no me confundo. Me rompo el culo estudiando, leyendo, profesionalizando la mirada en el aula, intento ser lo que propongo a los alumnos, crítico hasta la médula y me alejo de los chupaculos de toda estirpe. Puede gustar o no, aún así no dejo de hacer mi trabajo. Pero sé que me pagan un salario para teatralizar una supuesta educación, me pagan sabiendolo, que no estoy educando, lo saben y se ríen de nosotros. Algunos compañeros nunca lo aceptarán, seguramente preferirán seguir conectados a la matrix y que sueñan que están haciendo bien las cosas, pero cuando se desenchufen o cuando los desenchufen el golpe será terrible. Pero, entonces, me interpelarán ustedes de por qué tienen que pagar un sueldo a los docentes si realmente no están educando a nadie. Pues bien, tengo una respuesta. Me tienen que pagar porque así como el capitalista jugando al golf en algún rincón paradisíaco cobra miles de millones de dólares en fracciones de segundo en alguna bolsa de valores solo por robarles la plusvalía a miles de obreros en sus múltiples empresas, yo también tengo como mínimo derecho a que me paguen por representar una obra dramática en la que a veces los alumnos creen en esa ficción, y otras, las más veces, no se la tragan porque simplemente saben que es eso, ficción. Ingenuos aquellos que creen que la legitimación docente es pura y exclusiva responsabilidad del que pretende serlo. En fin, soy un actor de reparto, y los múltiples retratos que me han regalado mis alumnos atestiguan mi afirmación.

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