viernes, 3 de abril de 2020

Te quiero viejo

En un mediodía de enero de 1995, tras sopletear por horas de intenso calor unas membranas en una obra que habíamos conseguido con mi viejo – con esto yo laburaba ya oficialmente luego de un mes de haber terminado la secundaria-, precisamente en la casa de un arquitecto en pleno centro de la ciudad de La Plata, como todos los mediodías me dirigí a comprar al almacén de un tano a la vuelta de la obra. Recuerdo exactamente lo que compré ese día. Dos panes, 200 gramos de queso, 200 gramos salame (sigo mi inclinación por dicho embutido) y la infaltable “Coca Cola”, que luego de derrochar sudor a diestra y siniestra, te tira para arriba y así poder llegar a las 5 de la tarde, hora en que la mayoría de los albañiles terminan sus jornadas de sol a sol. Como todos los albañiles, mi viejo y yo nos sentamos en el suelo e improvisamos una mesa, la cual se convertiría en un hito en mi vida. Allí armamos los sándwiches mientras lo increpaba a mi viejo por dejarse maltratar por el “patrón” (creo que fue una de las primeras lecciones marxistas implícitas que había aprendido) y entre eso ocurre lo inesperado para alguien que no cree en la suerte. La Coca Cola de ese día no fue abierta, más bien me abrió a mí una puerta a un mundo totalmente desconocido, el show de un recital, y qué recital para inaugurarme. Había ganado, sí, pude haber agarrado otra botella, pero agarré esa, una entrada para campo en River para asistir a nada menos que al concierto de rock más grande que se tenía noticia en América del Sur. Recuerdo la risa de mi viejo ante la noticia, una risa que es un recurso que lo utilizó toda la vida y que valieron más que cualquier palabra, más cuando al viejo le cuesta y le costó mucho hablar. Ese día continúe laburando, a la tarde me esperaba quitarle el revoque a una pared, que por suerte y para misericordia de mi muñeca contenía una humedad que el revoque se caía solo. El recital del 11 de febrero de 1995 (fueron cinco los recitales de ese año) fue más de lo que esperaba, para alguien que lo máximo que asistió a los 18 años fueron conciertos barriales o seguirlos por radio. Sin embargo, no me quedo solamente con ese espectáculo, sino con la historia que rodea aquel acontecimiento. Esta nueva venida de los Rolling me retrotrae no solo al gigantesco pogo en aquella cancha y el sonido alucinante de un recital de primera línea, sino y más a aquellas jornadas en que mi viejo y yo, la remábamos como muchos otros, pasando el tiempo entre martillos, palas y cementos, pero intactos, padre e hijo. No extraño a los Rolling, extraño a mi viejo y sus puteadas cuando me mandaba cagadas albañilescas que luego él estoicamente debía resolver. Te quiero viejo.

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