Luego de ver Whiplash puedo estar del lado de aquellos que se estremecieron con el final, sin quedarse con el sabor amargo del drama que se orquestaba (valga la redundancia) entre el estudiante de batería y su profesor, todo en una lucha sin cuartel por llegar al arte en su máxima expresión. No vamos a comparar a Terrence Fletcher con John Keating de la “Sociedad de los poetas muertos” porque la analogía sería injusta. Uno busca la perfección, el otro la libertad individual. He venido escuchando y leyendo duras críticas a las “formas” de enseñar que de alguna manera son interpeladas en la propia película , pero luego de observarlas en el producto final puedo decir que la metáfora de la obsesión no podría ser mejor representada que a través de aquella tensión infernal entre alumno y profesor. Sin ella hubiera sido imposible siquiera obtener la extraordinaria visión panorámica de la vida del genio, que como en una conducta autista es incapaz de ser parte de otras experiencias o relaciones que no sean las que persigue de antemano. Que sea la batería el instrumento central en el film le pone más aún el condimento de garra en el sacrificio que significa ser el mejor. Pero si algo tengo que resaltar en esta película no puede dejar de ser como dije al principio, el final magistral que supone una concepción del arte que deja al descubierto que los que lo hacen posible, son de carne y hueso, y también sufren por ella.
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